Relato galardonado con el primer premio en un certamen literario
Publicado en: “Concurso literario de relato curto: Camiños de vida”, Xunta de Galicia 2005
Atardece sobre Fisterra y me dejo llevar por el rumor de las olas que, repentinas y fastuosas, se estrellan sobre un mar de rocas que, robustas, soportan estoicamente el embate. En la tarde me quedo a solas conmigo mismo, con mi todo y mi nada, con la fragilidad y la firme voluntad de emprender un nuevo camino en mi vida.
Estoy sentado entre piedras de historia inmemorial con la mirada reposada sobre el horizonte, allí mismo en donde la línea del mar besa el cielo sobre el que navega, una vez más, el eterno sol que fue, también él, protagonista de mi caminar durante casi un mes, que es ya como un ayer que tuvo la rara virtud de “herirme” por dentro.
Desnudo mis pies y los dejo acariciar por la suavidad de la brisa marina mientras las últimas “raiolas” de sol (que así le dicen por estas tierras) me bañan con su tenue luz. La tarde, el mar, el Cabo Fisterra, y mis sueños, se confabulan en este instante único y eterno en el que sosiego el ser y dejo que fluyan los pensamientos, las experiencias vividas a lo largo de estos días, estas semanas de esfuerzo y sufrimiento, también de gozo, profundo gozo.
Mis pies, mis pobres pies, héroes silentes de mis andanzas, son testigos ahora de cuanto escribo. Las cicatrices de las ampollas, compañeras de camino, me hacen recordar los momentos de incertidumbre, de tensión, de sufrimiento, de dudas. “No sé qué pinto yo aquí”, me decía aquel peregrino brasileño que con gran dolor caminaba hecho un guiñapo de hombre, dolorido y quejumbroso, pero firme, firme en la esperanza de que el Camino, su camino, todo camino, el camino verdadero, va por dentro. No lo haces tú, te va haciendo él.
Ahora mi pensamiento vuela y hace las veces de aquellos trovadores medievales que contaban musicalmente cuentos y leyendas que, fuesen o no así, al menos algo de verdad sí encerraban, la verdad de la experiencia, la verdad del ingenio más sutil, la verdad del caminante de todos los tiempos, de todos los caminos.
Comencé a caminar en mi casa, comencé a peregrinar en mi vida desde que soy un trozo de existencia, puesto que el Camino -hoy lo sé mejor- es la vida misma. La vida es un camino, un ir avanzando, ir siguiendo el rastro del sol hacia occidente: tu rastro de sol, tu occidente personal.
Todo fue fruto de un sueño de una noche de verano. Conocí lo “xacobeo” a través de Jaime, un buen amigo que tras caer en una depresión profunda decidió salir al encuentro de la medicina natural que ofrece la naturaleza, la historia, el arte, las personas… y si acaso: la fe. Jaime regresó recuperado, casi feliz. Me dio mucha envidia aquella noche en la que estuvimos charlando hasta altas horas de la madrugada. Fue entonces cuando surgió el proyecto de hacerme al Camino. Sólo necesitaba realizar algunos preparativos, informarme un poco más y disponer la fuerza de voluntad para vivir la experiencia de caminar siguiendo la ruta del sol, hacia Galicia, tierra de ensueño, hacia el FINISTERRAE.
Llegada la primavera tuve el privilegio de “cobrarme” mis vacaciones anuales. Preparé la mochila con todo lo necesario (al final, casi todo sobra): un saco de dormir, una esterilla, productos de aseo, un botiquín, ropa, linterna, cantimplora, una buena guía, algo de dinero y, por supuesto, mi ya tan amada “credencial de peregrino”.
Dos autobuses me llevaron a mi destino, un destino itinerante, un destino para hoy que haría posible el destino de mañana. Así sucede siempre en la vida, hoy caminamos sin saber muy bien hacia dónde, pero de no ser así no hubiéramos llegado a donde hoy estamos y nos hubiéramos perdido la riqueza y grandeza del hoy que mira hacia el horizonte con la mirada de la esperanza.
Comencé mi ruta en Roncesvalles. En la hermosura silvestre de la mañana paseé por el campo que ya dejaba ver su rostro primaveral. Estuve en la bellísima colegiata y allí asistí, con los ojos abiertos como un crío, al rito de la “bendición del peregrino” que me resultó algo así como un espaldarazo, como una palmadita en el hombro que me animaba a la aventura que pronto iba a emprender.
La primera jornada fue dura, muy dura. Llegué al albergue literalmente “hecho polvo” y hasta me vinieron ganas -lo reconozco- de volver a mis orígenes y disfrutar de mis vacaciones de otro modo. Al principio todo me resultaba de lo más atractivo: los campos, las fuentes, la gente con la que me encontraba y a la que saludaba jovial… pero luego llegó la oscuridad. Poco a poco me fui sumiendo en una especie de noche interior de manera que ya no prestaba atención a lo que sucedía por fuera. El dolor del cuerpo y las primeras ampollas fueron la primera gran prueba. Pero luego, ya en el albergue, pude reconocer que todo, también el sufrimiento, está anudado al secreto de la vida. Mayte, una hospitalera muy cariñosa, me ayudó a recuperar el ánimo. Ella fue quien me “trató” las ampollas y quien, con su conversación amena, me invitó a seguir adelante sin desfallecer, tratando de ver lo bueno, lo positivo, lo hermoso de la ruta, también de la vida. Fue ella mi primera “caricia” en una jornada que había puesto a prueba mi fuerza de voluntad.
Vinieron luego momentos de transición. Una especie de rodamiento que me fue haciendo entrar en la onda del camino. Navarra y su primavera frondosa fueron engatusándome y haciéndome sentir un trozo más de vida en el gran puzzle de la creación. En Puente la Reina pude asumir, por primera vez, el gran legado histórico de la ruta jacobea, allí mismo en donde todos los caminos se hacen uno hacia el extremo occidental del continente. Aquí, camino de Compostela, fue en donde se comenzó a gestar la idea de la unidad europea, según el parecer del literato germano Goethe. Recuerdo que en el puente sobre el río Arga cerré los ojos y por un instante me imaginé cómo serían aquellos primeros peregrinos de la historia que abrieron el camino que hoy, con más servicios y comodidades, aún seguimos recorriendo los hijos de este nuevo milenio. La historia es una escuela que conviene no menospreciar, porque de la experiencia surge la sabiduría.
Burgos me sobrecogió con su catedral gótica. Por unos instantes enmudecí contemplando sus torres espigadas que apuntan directas al cielo azul de esta capital castellana (el cielo, techo común, que cubre a toda la humanidad). Pensé entonces que nuestra vida es una obra de arte que hemos de ir elevando entre todos, puesto que la unión hace la fuerza. La capital burgalesa me hizo apetecer la compostelana que era mi objetivo, como lo fue antes de las riadas de peregrinos que provenientes de todos los rincones del planeta desearon (unos lo consiguieron y otros no) alcanzar la basílica compostelana. ¿Qué tendrá de especial este lugar que traspasa historia, cultura y llega hasta nuestros días? Castilla se me antojó ancha, ancha y serena. Ancha porque la planicie me permitía contemplar en lontananza extensiones inmensas de campos en los que los trigales campean a sus anchas. Y serena porque la quietud de la tierra y la contundencia del calor invitaban a hacer un hueco de sombra dentro de uno mismo, la sombra que negaban los árboles. Bajo el sol me hice humilde, comprendí que el ser humano es frágil, que como una amapola puede ser abrasado por el sol, salvo que el agua salvadora aliviase la sed que tuve, sí que tuve con frecuencia, y que siempre acabó siendo saciada por las fuentes del camino o por la generosidad de algunos vecinos que, comprendiendo el esfuerzo del peregrino, se mostraban prestos a ofrecer un trago de agua fresca, o un vaso de vino de la tierra.
León, de hondas raíces romanas, supuso para mí una isla en medio de un mar de tierra, un oasis en el desierto. En lontananza, su catedral, conocida como la “pulcra leonina”, semejaba ser hermana gemela de la de Burgos. Lo primero que hice al llegar fue entrar en sus entrañas, dejarme llevar por el oleaje manso de sus columnas, arcos, capiteles y, ¡oh, alarde de hermosura! por el torrente de luz multicolor que produce la claridad del día que atraviesa las vidrieras inmensas. La luz policromada es sedante del alma. Uno, por unos instantes, no puede sino pensar en lo divino, en lo más noble del ser humano. En León me adormecí en el silencio y me dejé llevar por un sentimiento de hermosura. Sí, el camino ya estaba “trabajándome” por dentro, con suavidad y rigor, con sufrimiento y esperanza. Algo estaba sucediendo en mi ser que me estaba conmoviendo como nunca lo hubiera imaginado.
Vendría luego la risueña maragatería con su capital Astorga, coqueta y acogedora, como prólogo del Bierzo, en el que el verde frondoso y las montañas comienzan a ganar terreno. Primero Ponferrada con sus templarios y luego Villafranca con sus monumentos medievales invitan a soñar con la ya no lejana tierra gallega, cuyos acentos y palabras comienzan ya a dejarse oír por las rúas de la orilla del río Burbia.
Recuerdo que salí de Villafranca antes del amanecer. Sabía que en ese día había llegado la hora de acometer la subida más dura del camino francés. En la cima me aguardaba un poblado casi mágico (así lo sentenciaba la guía) al que se llega tras mucho esfuerzo, un esfuerzo de unos 9 kilómetros cuesta arriba, ¡ufff! muy cuesta arriba.
O Cebreiro es un poblado de origen celta que corona un alto y que casi se diría que roza el cielo. No en vano allí las nubes conviven con los vecinos. En O Cebreiro disfruté de la ternura de sus gentes, de la hospitalidad y también de la compañía de muchos peregrinos de aquí y de allá, incluso de allende los mares. Pero el corazón palpitante del reino de las pallozas es su iglesita de Santa María, templo prerrománico del siglo IX que encierra en sí el misterio de la sencillez. Después de contemplar la imagen románica de la patrona del lugar, con sus ojos enormes que parecen querer hablar, me senté en un banco y pasé tiempo, horas, en silencio, con los ojos cerrados, re-pensando mi vida, haciendo una especie de síntesis en profundidad, sin miedos ni máscaras, quedándome a solas con mi verdad. O Cebreiro fue un punto de inflexión en mi vida. Sí, decididamente el Camino me estaba transformando por dentro, ya casi me costaba reconocerme. O Cebreiro fue el mejor prólogo antes de la meta jacobea. Ya sólo me quedaba descender a Santiago, ese lugar que, a fuerza de deseo, se había convertido en una obsesión.
Galicia es simplemente hermosa. La naturaleza aquí se ha hecho un monumento a sí misma entronizando al verde como color victorioso que anima a la esperanza. “Esperanza, esperanza, la vida es esperanza” –me repetía con frecuencia al transitar por esta tierra en la que la lluvia es un peregrino más que va y viene a su antojo-. Alto do Poio (último gran repecho que casi me deja sin aliento), Triacastela y su iglesia de Santiago, Samos y su monasterio junto al río Ouribio, Sarria y su calle “Real”, Portomarín con su fortaleza de San Nicolás, Palas de Rei y San Tirso, Melide y Arzúa, son lugares de tradición jacobea que no hacen sino hacer apetecer al peregrino la ciudad que da nombre al Camino que, a base de caldo, queso, vino, carne, pescados varios, etc… ya va alimentando el cuerpo para recobrar las fuerzas que flojean después de tanto trasiego entre calor, frío, lluvia, sol…
Y al fin Compostela. El Monte del Gozo tiene un aire muy especial que te empapa pulmones y corazón a un tiempo. Aquí está la prueba de fuego del Camino, la constatación de si verdaderamente eres peregrino. Cuando contemples la silueta de las torres catedralicias junto a unos monumentales peregrinos que guardan memoria del nombre del lugar se te escapará una lágrima y brotarán los recuerdos. El descenso a la ciudad se te hace duro y largo, duro porque sabes que va a concluir un acontecimiento grande en tu vida. Largo porque no quieres concluir. Pero debes caminar, sí, siempre hacia delante, sin mirar atrás.
El barrio de San Lázaro, la rúa de “Os Concheiros” y la de San Pedro te hacen derivar en la Puerta del Camino que tras leve ascensión por la Casas “Reais” y un leve descenso por Cervantes y Azabachería te permiten recibir el último abrazo, el de la catedral románica que se convierte en tu casa, en casa de todos, y el abrazo al Apóstol más que tu abrazo es el abrazo que tú mereces tras tanto sacrificio, sufrimientos y dudas. Ahora ya no dudas, ahora disfrutas y te dejas hacer mientras el “Botafumeiro”, rey de los incensarios, perfuma el ambiente y tú te dejas perfumar los olores desagradables acumulados en el camino, los “malos olores” acumulados a lo largo de tu vida. Compostela te purifica al tiempo que te sumerges en un mar de piedra y asistes estupefacto al milagro de la lluvia que, una vez más, invita a interiorizar la experiencia y a compartir, a ofrecer la solidaridad que es la gran lección del camino.
Atardece en Fisterra y me dejo llevar por el rumor de las olas y por el recuerdo. Ahora descanso. Mañana regreso a mis orígenes. Mañana continúo camino pero de otra forma, con la experiencia que da el haber caminado hacia SANTIAGO DE COMPOSTELA.
Francisco J. Castro Miramontes