Santiago de Compostela es uno de los raros ejemplos de ciudad que nació gracias a la devoción de decenas de millones de peregrinos. De hecho, su historia se confunde con la de las peregrinaciones, desde que en el Campus Stellae (Campo de la Estrella), como es llamado el lugar, fue encontrado milagrosamente el sepulcro del Apóstol Santiago.
La vida del santo, una de las más bellas de la hagiografía cristiana, sería suficiente para explicar por si misma la inmensa atracción que sus reliquias han ejercido sobre el mundo católico.
Según la tradición, después de Pentecostés los primeros discípulos se dispersaron para predicar el Evangelio. Santiago el Mayor, primo de Nuestro Señor y hermano de San Juan, era llamado por Jesús “hijo del trueno”, debido a su temperamento fogoso. Tal vez por eso le correspondió evangelizar la Península Ibérica, una de las regiones más remotas del mundo de aquel entonces.
Después de una conturbada travesía marítima, el apóstol desembarcó en la ensenada de Arousa y durante siete años llevó la palabra del Divino Maestro a aquellas regiones. En el año 44, volvió a Jerusalén, donde fue hecho prisionero por orden de Herodes, que mandó matarlo a espada, convirtiéndose así en el primer mártir entre los apóstoles. Así lo narra el capítulo 12 de los Hechos .
Después del glorioso martirio, el cuerpo del santo fue llevado a España y colocado en una tumba de mármol, en la cual fue venerado hasta el siglo III. Posteriormente, con las invasiones de los bárbaros en el siglo IV, seguidas por las de los árabes en el siglo VIII, los habitantes del lugar acabaron perdiendo la noción de donde se encontraba el sepulcro del Apóstol.
Alrededor del año 820, ocurrió un hecho milagroso que marcó el reinicio de la historia que Santiago continuaría escribiendo desde la Eternidad. En esa época, una misteriosa estrella comenzó a aparecer encima de un campo durante varias noches consecutivas .
Un ermitaño de nombre Pelayo, habitante de los alrededores, convencido del carácter sobrenatural del fenómeno, informó al obispo Teodomiro acerca del extraño acontecimiento.
Este se dirigió al lugar con todos sus fieles y, siguiendo el camino indicado por la estrella, encontró el sepulcro de mármol con los restos del Apóstol.
Sobre ese precioso tesoro, Alfonso II el Casto, rey de Asturias, edificó una iglesia y un monasterio.
A partir de entonces, la devoción al santo y el culto a sus reliquias, se propagó por el país.
Entretanto, fue necesario otro acontecimiento milagroso para que el Apóstol se transformase en patrono de toda España. Cuenta la tradición que durante la batalla de Clavijo, el año 844, el rey de León, Ramiro I, al frente de un puñado de cristianos, mantenía un desesperado combate contra 70 mil musulmanes.
De repente, apareció un caballero montado en un caballo blanco, portando un estandarte con una cruz roja y, mezclándose a los combatientes, arrasó el enemigo. Todos lo reconocieron. A partir de ahí, “¡Santiago!” pasó a ser el grito de guerra en la gran lucha de la Reconquista, la cual recibió un nuevo ímpetu espiritual, bajo la protección del insigne Apóstol.
La fama de Santiago transpuso los Pirineos en el momento en que las naciones de Europa caminaban hacia una profunda unidad religiosa y cultural. A partir del siglo XI, debido especialmente al incentivo de los Papas y al apostolado de los monjes de Cluny, las peregrinaciones a Compostela pasaron a atraer cada vez más las poblaciones de la Península Ibérica y de otros países.
Al inicio del siglo XII, el Papa Calixto II concedió al lugar un singular privilegio, confirmado en 1179 por Alejandro III en la bula Regis aeterni : todos los años en que el día 25 de julio, fiesta del apóstol, coincidiese con el Domingo, se pueden ganar en esa iglesia todas las gracias del Jubileo.
Nacía así el Camino de Santiago o “ruta jacobea”. ¹ La Cristiandad ganaba, al lado de Jerusalén y de Roma, un nuevo centro de devoción.
Se partía en peregrinación a cumplir un voto, pedir una gracia, implorar una cura u obtener el perdón de las propias faltas. Era una empresa llena de riesgos; las fieras, los bandidos, el largo camino a recorrer, el cansancio. Los peregrinos se agrupaban en enormes columnas para protegerse mutuamente. Con el correr del tiempo, fueron establecidas cuatro vías principales, con hospederías, hospitales, puentes, calzadas, cruces y amplias iglesias – todo cuanto era necesario para el cuidado de los cuerpos y de las almas durante las peregrinaciones. Cada punto del trayecto daba al peregrino la oportunidad no sólo de descansar, sino de venerar una reliquia, rezar delante de una imagen, conocer el relato de algún milagro, antes de ser acogido por Santiago, en Compostela.
En aquella época, la Iglesia, al extender su mano pacificadora y llena de dulzura en el Camino de Santiago , llenó a Europa de maravillas, erigiendo edificios con las bellezas austeras del arte románico y la luminosidad radiante del gótico. El fervor religioso, sirviendo de punto de contacto espiritual entre los pueblos europeos, hizo que todos se sintiesen solidarios en la misma Fe.
Hoy, trascurridos varios siglos, peregrinos del mundo entero llenan cada verano las rutas jacobeas. Y, al llegar a la imponente Basílica, acuden enseguida a rezar ante las reliquias del Santo y a dar el tradicional “abrazo” a la imagen que se venera en el altar mayor.
La vida del santo, una de las más bellas de la hagiografía cristiana, sería suficiente para explicar por si misma la inmensa atracción que sus reliquias han ejercido sobre el mundo católico.
Según la tradición, después de Pentecostés los primeros discípulos se dispersaron para predicar el Evangelio. Santiago el Mayor, primo de Nuestro Señor y hermano de San Juan, era llamado por Jesús “hijo del trueno”, debido a su temperamento fogoso. Tal vez por eso le correspondió evangelizar la Península Ibérica, una de las regiones más remotas del mundo de aquel entonces.
Después de una conturbada travesía marítima, el apóstol desembarcó en la ensenada de Arousa y durante siete años llevó la palabra del Divino Maestro a aquellas regiones. En el año 44, volvió a Jerusalén, donde fue hecho prisionero por orden de Herodes, que mandó matarlo a espada, convirtiéndose así en el primer mártir entre los apóstoles. Así lo narra el capítulo 12 de los Hechos .
Después del glorioso martirio, el cuerpo del santo fue llevado a España y colocado en una tumba de mármol, en la cual fue venerado hasta el siglo III. Posteriormente, con las invasiones de los bárbaros en el siglo IV, seguidas por las de los árabes en el siglo VIII, los habitantes del lugar acabaron perdiendo la noción de donde se encontraba el sepulcro del Apóstol.
Alrededor del año 820, ocurrió un hecho milagroso que marcó el reinicio de la historia que Santiago continuaría escribiendo desde la Eternidad. En esa época, una misteriosa estrella comenzó a aparecer encima de un campo durante varias noches consecutivas .
Un ermitaño de nombre Pelayo, habitante de los alrededores, convencido del carácter sobrenatural del fenómeno, informó al obispo Teodomiro acerca del extraño acontecimiento.
Este se dirigió al lugar con todos sus fieles y, siguiendo el camino indicado por la estrella, encontró el sepulcro de mármol con los restos del Apóstol.
Sobre ese precioso tesoro, Alfonso II el Casto, rey de Asturias, edificó una iglesia y un monasterio.
A partir de entonces, la devoción al santo y el culto a sus reliquias, se propagó por el país.
Entretanto, fue necesario otro acontecimiento milagroso para que el Apóstol se transformase en patrono de toda España. Cuenta la tradición que durante la batalla de Clavijo, el año 844, el rey de León, Ramiro I, al frente de un puñado de cristianos, mantenía un desesperado combate contra 70 mil musulmanes.
De repente, apareció un caballero montado en un caballo blanco, portando un estandarte con una cruz roja y, mezclándose a los combatientes, arrasó el enemigo. Todos lo reconocieron. A partir de ahí, “¡Santiago!” pasó a ser el grito de guerra en la gran lucha de la Reconquista, la cual recibió un nuevo ímpetu espiritual, bajo la protección del insigne Apóstol.
La fama de Santiago transpuso los Pirineos en el momento en que las naciones de Europa caminaban hacia una profunda unidad religiosa y cultural. A partir del siglo XI, debido especialmente al incentivo de los Papas y al apostolado de los monjes de Cluny, las peregrinaciones a Compostela pasaron a atraer cada vez más las poblaciones de la Península Ibérica y de otros países.
Al inicio del siglo XII, el Papa Calixto II concedió al lugar un singular privilegio, confirmado en 1179 por Alejandro III en la bula Regis aeterni : todos los años en que el día 25 de julio, fiesta del apóstol, coincidiese con el Domingo, se pueden ganar en esa iglesia todas las gracias del Jubileo.
Nacía así el Camino de Santiago o “ruta jacobea”. ¹ La Cristiandad ganaba, al lado de Jerusalén y de Roma, un nuevo centro de devoción.
Se partía en peregrinación a cumplir un voto, pedir una gracia, implorar una cura u obtener el perdón de las propias faltas. Era una empresa llena de riesgos; las fieras, los bandidos, el largo camino a recorrer, el cansancio. Los peregrinos se agrupaban en enormes columnas para protegerse mutuamente. Con el correr del tiempo, fueron establecidas cuatro vías principales, con hospederías, hospitales, puentes, calzadas, cruces y amplias iglesias – todo cuanto era necesario para el cuidado de los cuerpos y de las almas durante las peregrinaciones. Cada punto del trayecto daba al peregrino la oportunidad no sólo de descansar, sino de venerar una reliquia, rezar delante de una imagen, conocer el relato de algún milagro, antes de ser acogido por Santiago, en Compostela.
En aquella época, la Iglesia, al extender su mano pacificadora y llena de dulzura en el Camino de Santiago , llenó a Europa de maravillas, erigiendo edificios con las bellezas austeras del arte románico y la luminosidad radiante del gótico. El fervor religioso, sirviendo de punto de contacto espiritual entre los pueblos europeos, hizo que todos se sintiesen solidarios en la misma Fe.
Hoy, trascurridos varios siglos, peregrinos del mundo entero llenan cada verano las rutas jacobeas. Y, al llegar a la imponente Basílica, acuden enseguida a rezar ante las reliquias del Santo y a dar el tradicional “abrazo” a la imagen que se venera en el altar mayor.