Un Camino de sabores medievales


Uno de los mayores alicientes que encontramos los peregrinos en nuestro Camino es la impresionante diversidad gastronómica de las regiones por las que discurre la ruta. Avanzando hacia donde se pone el sol, el peregrino atraviesa numerosas regiones y comarcas, cada una de ellas con sus platos populares. Y lo mejor es que la mayoría de ellos hunden sus raíces en la lejana Edad Media, porque no es del todo cierto eso de que los peregrinos medievales se alimentaban sólo de pan y vino.

Pan, vino, queso y carne en salazón eran los ingredientes principales de la dieta medieval, sí, pero aquellos peregrinos, como nosotros, degustaban también en las posadas los platos típicos de las comarcas por las que iban pasando.
Comenzando el Camino en Roncesvalles, la caza era el ingrediente principal de la dieta. Caza, manzanas y sidra. Más adelante llegaba La Rioja, donde el famoso Codex Calixtinus habla de buenos y abundantes vinos, y eso que hace setecientos años que fue redactado. Fueron los monasterios quienes extendieron por estas tierras el cultivo de la vid. Irache, el monasterio y la bodega del mismo nombre, rememoran la tradición con su fantástica Fuente del Vino. ¿Qué peregrino no ha probado ese vino recio y oscuro que mana de su caño?

Con la entrada en Castilla, llegan los cocidos. De garbanzos, lentejas o alubias, potentes platos que luchan contra el frío invernal y llenan la tripa de quienes pasan días de ardua tarea en el campo. Hoy, vemos a los labriegos montados en sus tractores con aire acondicionado y radio, pero hace siglos, el campesino medieval padecía en sus carnes los rigores del duro clima castellano. La olla podrida, de grotesco nombre pero delicioso sabor, es el primer cocido que encontramos. Típica de Burgos, su base son las alubias blancas y el cerdo. ¿Sabíais que era según Cervantes el plato preferido de Sancho Panza?

En León el cocido se viste de maragato y se come al revés, empezando por las carnes y terminando por la sopa. El origen de tan curiosa costumbre es una incógnita, pero cuentan los más ancianos que durante la francesada, los franceses acuartelados en los alrededores de Astorga tenían la mala costumbre de atacar las poblaciones cercanas a la hora del almuerzo. Sus vecinos, hartos de quedarse siempre a medio comer, decidieron invertir el orden habitual de la comida, de manera que si algo hubiere de quedar en el plato fuera la sopa.

Castilla y León es cuna de otro plato humilde de raíces medievales: las sopas de ajo. Humilde, sí, pero verdadero manjar que no suele faltar en los menús del día de estas tierras ricas en pan.

Cuando Galicia se siente cercana, aparece el Bierzo, donde los embutidos y el botillo se vuelven protagonistas gastronómicos. Aquí, como en gran parte de España, la matanza del cerdo fue durante siglos el principal soporte alimenticio de las familias. Botillo y embutidos son un claro ejemplo de esa economía familiar donde nada sobraba y lo que no podía comerse al momento era adobado o salado para su consumo futuro.

Las tierras gallegas se notan con el olfato. Las empanadas, que elaboran en hornos de leña las panaderías de muchos pueblos del Camino, nacieron de la necesidad de unir en un mismo plato la carne y el pan. Sus orígenes se pierden en el tiempo, aunque el Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana revela que ya eran comunes en el siglo XII. En su magnífico conjunto escultórico se pueden ver comensales deleitándose con varias empanadas. Otra imagen, muy ilustrativa, muestra cómo el castigo infernal de un pecador consiste en no poderse comer una empanada por tener una soga atada al cuello.

¿Y la queimada? Pues sí, también tiene su origen en la Edad Media, cuando los árabes llegaron a Galicia portando el secreto de la destilación a través de los alambiques.

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