ULTREIA ... (Historias, leyendas, gracias y desgracias del Camino de Santiago) de Luis Carandell

- SEÑORA, NO RECE usted tanto, ponga los dedos en la columna y váyase.
- No se cuele, señor. La cola viene de la puerta y usted entra por el lado.
- A ver si termina usted pronto, le ha dado tiempo de pedirle a Santiago mucho más que los tres deseos.

Estábamos agolpados, peregrinos, viajeros y hasta curiosos ante la columna del parteluz del Pórtico de la Gloria. Y pugnábamos por poner los dedos en los huecos que dejó en el mármol la piedad de mil años.

Acababa de celebrarse el acto solemne de la festividad del Señor Santiago. El alcalde de la ciudad, Xerardo Estévez, había pronunciado, en nombre del Rey, la tradicional ofrenda. Las autoridades habían salido de la catedral y los policías que guardaban la puerta dieron entrada a la multitud que esperaba en la plaza del Obradoiro. Pero el gentío no entró en la iglesia sino que se quedó en el espacio comprendido entre la puerta y el pórtico del Maestro Mateo, para cumplir el rito de poner la mano en las huellas centenarias.

Hubo atropellos, apreturas, gritos sofocados, reproches a devotos que parecían querer reclamar para sí toda la solicitud del Apóstol. Quizá les invitaba a ello la dulce, amable expresión del rostro de la imagen del Señor Santiago, que aparece sentado, descalzo y con el bordón en la mano como peregrino de su misma iglesia. Observé que nadie quería entrar en la nave de la catedral sin tocar el fuste de la columna. Muchos menos eran los que cumplían el otro rito de la devoción popular, el de darse los croques, los coscorrones contra la cabeza de la estatua que representa al Maestro Mateo, prodigioso autor de esta obra cumbre de la escultura románica, que está arrodillado mirando al altar, justamente detrás de la columna del parteluz. Se asegura que por haberse envanecido de su trabajo, el Cielo le castigó a no ver nunca más el asombroso pórtico. En cuanto a lo que se dice de que darse esas cabezadas, suavemente se entiende, en el Santo dos Croques mejora la inteligencia, parece que en época de exámenes no faltan estudiantes que acudan a probar sus milagrosos efectos.


Me encontraba yo en Compostela el 25 de julio. Programé mi viaje desde Somport para estar en la ciudad en el día de Santiago. No era peregrino sino viajero. No pensaba en ganar ningún jubileo o indulgencia, por muy necesarios que me fueran. Ni podía ganarlos pues tales frutos están exclusivamente reservados a los peregrinos. Y la peregrinación es sólo para los que recorren el Camino o una parte de él, que se suele cifrar en 100 kilómetros, andando, a caballo o en bicicleta. Ellos, los peregrinos, son los que tienen derecho a la credencial llamada compostela o compostelana, en la que se van estampando los sellos a lo largo de todo el trayecto.

Yo, no. Yo hice el viaje en coche, durmiendo en hoteles y no en albergues gratuitos, o poco menos, que se encuentran en pueblos y ciudades a lo largo del Camino Francés, es decir, el que va de la frontera con Francia, en Somport o en Roncesvalles a Santiago de Galicia. Desde el Summus Portus de los romanos a Compostela hay, según los atlas, 835 kilómetros; desde la frontera de Navarra, 744; pero un peregrino a quien me encontré me dijo que eran bastantes más los que había por una y otra ruta. Que él y sus amigos de la asociación de peregrinos riojana a la que pertenecía lo habían comprobado mediante podómetros en diversas ocasiones. Le añadía el hombre a una cincuentena de kilómetros a cada uno de los itinerarios.

Estaba radiante Compostela el Día do Apóstolo. La víspera habían quemado, con un castillo de fuegos de artificio, la fachada de la catedral. El Obradoiro, la rúa do Franco y las demás de la ciudad antigua eran un hervidero de gente. Había conciertos, representaciones teatrales, desfile de gigantes y cabezudos y hasta manifestaciones patrióticas, quiero decir, Da Patria Galega, que celebraba su día en esa fecha. Las tabernas estaban llenas; las tiendas de recuerdos santiagueses, abiertas. No se encontraba, creo, en toda la ciudad, una sola habitación libre.

La catedral estaba abarrotada de gente, quién para oír la misa del peregrino que decían los canónigos asistidos por sacerdotes de varias naciones; quién, esperando que, de un momento a otro, se pusiese en marcha el botafumeiro, dejando su estela de incienso de un lado a otro del crucero; quién, para acercarse a las colas que se habían formado delante de las pequeñas puertas que dan acceso, una de ellas a la cripta en que se guarda la urna de plata que contiene los restos del Apóstol; la otra, al camarín por el que se pasa a dar el abrazo a su estatua sedente, obra del siglo XIII, que tiene la espalda recubierta con una esclavina de plata de época posterior.

También en estas colas, como en la de la columna del Pórtico de la Gloria, había protestas. Algunos trataban de colarse y los que llevaban tiempo esperando se lo tomaban a mal. Yo había prometido darle un abrazo al Santo de parte del mesonero de Villalcázar de la Sirga, Pablo Payo Pérez, cuya avanzada edad le impide abandonar su pueblo palentino para ir a Compostela. Cumplí la promesa y no sé si le ha aprovechado en algo. Le di otro de mi cuenta, recordando la frase que le decían los peregrinos franceses en la Edad Media: ‘Ami, recommande moi a Dieu’.

Desde hace un milenio, los hombres han creído que en el edículo de la cripta, sobre el arca Marmórica que halló el obispo Teodomiro, de la que quedan vestigios, están en su urna de plata los huesos del Apóstol Santiago. Hay quien afirma que son en realidad los del hereje Prisciliano.Un arqueólogo me dijo una vez que los restos eran del siglo I, según se había podido comprobar por diversos estudios. No tiene mucha importancia a efectos de nuestro relato. Como decía el historiador romano Salustio a propósito de los mitos clásicos, ‘estas cosas no sucedieron nunca pero existen siempre’. Durante siglos, millones de personas peregrinaron a esta tumba situada en los confines de la tierra y, a su paso, dejaron en todo el continente europeo innumerables caminos. Goethe pudo afirmar: ‘Europa nació de la peregrinación’.

Los huesos que hoy se veneran en la urna de la cripta no siempre estuvieron allí. Cuando Drake y otros piratas ingleses atacaron en el siglo XVI las costas de Galicia, el obispo compostelano mandó ocultar los restos del Apóstol para evitar que pudieran ser profanados. En 1879 se descubrió este oculto enterramiento y pocos años más tarde, en 1884, el papa León XIII confirmó su autenticidad mediante la bula Deus Omnipotens. De esa época data la urna de plata, obra de dos orfebres compostelanos.



OTROS FRAGMENTOS DE ESTA OBRA:

En Vézelay se venera a santa María Magdalena, cuyo cuerpo se halla , según la tradición, enterrado en la iglesia. San Leonardo de Nevers se especializaba en liberar cautivos mientras que san Marcial obraba milagros con el báculo de san Pedro. Es sabido que el Papa nunca lleva báculo, salvo si se encuentra en la iglesia de Limoges donde san Marcial lo dejó. En el maravilloso monasterio de Conques está el cuerpo de Santa Fe, que cuando fue decapitada en Agen, bajó del cielo una legión de ángeles para llevar su alma a la gloria.

En Arlés encontramos los cuerpos de san Trófimo, a quien conoció san Pablo, de san Honorato, de san Cesáreo y de san Ginés. Este último fue decapitado pero tomó su propia cabeza con sus manos y la arrojó al Ródano, yendo a parar por el Mediterráneo a la ciudad de Cartagena, donde se venera. En la Camarga se ubica el santuario de las Santas Marías del Mar, entre ellas María Salomé, la madre de Santiago. En el Camino Jacobeo, en Tolosa de Francia, está el cuerpo de san Saturnino, también llamado san Cernín, que evangelizó Navarra y fue maestro de san Fermín.